Todo acaba
Caminas despacio para regresar a tu auto, levantas la mirada y te sorprende la fila de gente esperando entrar, apenas son las nueve treinta y cinco de la noche, no sabes por qué pero te detienes, ¿deberías entrar? ¡no pierdes nada!, nunca has estado en un lugar así, su fachada de tugurio llama tu atención, los cadeneros malencarados te detienen para revisarte, te piden ponerte de espaldas, uno de ellos, el más grande y fornido pasa sus manos toscas por tu torso y piernas, te mueves incómodo cuando casi toca tus testículos. Con un movimiento de cabeza te indica que puedes entrar, dudoso avanzas hacia la puerta de donde sale un vapor desagradable. Odias los lugares pequeños, recuerdas con claridad esa tarde cuando rompiste por accidente un plato de la vajilla preferida de tu madre y el castigo fue encerrarte en un compartimento vacío de la alacena, juras que su locura no fue de la noche a la mañana como todos pensaron aquel miércoles cuando justo a las ocho con doce minutos del día decidió saltar por la ventana, no era tonta… sabía que caer de un primer piso no le provocaría la muerte, pero sí conseguiría que tu padre volteara a verla, supusieron que estaba deprimida y que fue eso, la tristeza, lo que mermó su cordura; pero tú que pasabas las tardes después de la escuela a solas con ella, sabías que nunca fue normal, sus castigos ejemplares dejaban clara su incapacidad para discernir entre lo correcto y lo descabellado. Pasaste largo rato gritando y pidiéndole que por favor te sacara de ahí, el llanto te dificultaba respirar, debiste contener el aire algunos instantes y un mareo hizo que cerraras los ojos, te fuiste, tu mente se escapó, cuando recobraste la conciencia estabas sobre tu cama recostado, ella te acariciaba el cabello con dulzura, acercó su rostro al tuyo y besó tu frente, “nunca volverás a romper algo de mamá ¿verdad?” se puso de pie, caminó a la puerta, tú permaneciste inmóvil.
El empujón de alguien te hace regresar, chocas con la persona que está delante tuyo, no se inmuta, caminas frotándote entre los cuerpos sudados que se mueven convulsionantes entre una música que juzgas de lo más ordinaria. Quieres llegar a la barra al fondo, una cerveza te ayudará a sobrellevarlo, tus manos tocan la camisa mojada de un tipo gordo, sientes el asco recorriendo tu piel, apresuras el paso y entre empujones lo consigues, estás frente al barman que te ignora, es como si no existieras, por fin tu mirada fija en su rostro lo hace voltear, le pides una cerveza, miras con pesar a la misma cantidad de gente que ahora debes empujar para llegar a algún espacio donde puedas beber. Decides esperar un poco y en un trago acabas con el líquido frío que adormece tu fastidio, pides otra, consideras que quedarte ahí, tal vez no sea mala idea. Ésta vez bebes despacio, observas, con las luces encendidas aquello debe ser un muladar, sin luz y con esas lámparas neón resulta el lugar perfecto para manosearse con cualquiera, así, justo, como esa pareja que tienes al lado, dos hombres jóvenes y ebrios que se tocan sin mesura, ¿qué haces ahí, imaginas el gesto de tu madre si supiera dónde estás? ella siempre tan cuidadosa de las buenas costumbres, ¡se volvería loca! te ríes, es cierto, que se volvió loca sin necesidad de saber algo así, el mal chiste te provoca una risa franca, bebes otra cerveza y sientes como los párpados y las mejillas te hormiguean. Hay un hombre parado a tu lado, volteas a verlo, su cabello rizado y largo, su sonrisa coqueta y sus ojos negros te seducen. Se te acerca,“invítame una” no lo dudas. Te agradece con un beso en la mejilla y un rose de su mano sobre tu pene. Tus ojos se abren y tu miembro despierta. No eres gay, ¿qué pasa? ¿por qué te gusta sentir la mano de un extraño? No es la primera vez que sientes la mano de un extraño. Tendrías tal vez quince años cuando tu maestro te pidió permanecer en el salón después de clases, te dijo que quería hablar sobre tu desempeño en el examen, habías sacado ocho cuando tus notas habituales no bajaban de diez. Te acercaste a su escritorio, él se puso de pie y cerró la puerta, era un hombre joven, bien parecido, el cabello corto peinado hacia atrás, los lentes y una barba perfectamente cuidada eran el complemento idóneo para el chaleco de rombos y el pantalón de vestir. Caminó de vuelta contigo y te miró a los ojos, “yo sé que eres puto y yo también ¿sabes? Estoy seguro que nadie te ha tocado ¿verdad? ¿quieres que cambie tu calificación? ¡Tócame!” tomó tu mano, la puso sobre su pene palpitante, sus ojos, fijos en los tuyos te hicieron acercarte a besarlo, sus labios tersos, carnosos, te produjeron una erección que contuvo con su mano y frotó despacio, arriba y abajo, nunca habías sentido algo así, tu respiración se agitó hasta que un gemido salió de entre tu garganta, habías eyaculado, su sonrisa te hizo sonreir. Te alejó de él y te besó con suavidad en la mejilla, no pidió que hicieras nada más, te acomodaste la ropa mojada mientras él tomaba su portafolios, “tienes diez, querido, tienes diez” dijo mientras abría la puerta del salón y desaparecía. Jamás volvió a acercarse a ti ni a insinuarte nada, llegaste a pensar que aquello había sido un fantasía tuya, intentaste intercambiar alguna sonrisa pero jamás accedió, te trataba con la misma formalidad con la que a todos sus alumnos.
“¿Cómo te llamas?” ¡Sigues en el bar, reacciona! tu mente siempre te juega malas pasadas, tiene voluntad propia, huye cuando quiere, vives entre la realidad y tus recuerdos, a veces se entremezclan y los límites se desvanecen. Su mirada encuentra la tuya, soy Rodolfo, contestas, siempre te inventas un nombre diferente; pero Rodolfo... ¡ese sí que fue feo! Sonríe y prosigue. “Yo me llamo Adrián, hoy vine solo ¿esperas a alguien? Nunca te había visto” su voz cristalina acalla todos los ruidos, te cubre en un burbuja de paredes diáfanas y te suspendes sobre las personas, estás tranquilo, toca tu mano que descansa sobre la barra y recorre con sus dedos los tuyos. “Es la primera vez que vengo -logras articular- ¿quieres otra cerveza?” pides otro par y la bebes de golpe, Adrián sonríe, hace lo mismo, te abraza por el cuello y te dejas llevar, sus movimientos lentos y acompasados mueven a tu cuerpo como consecuencia, su piel tersa y morena se te antoja en los labios, estás decidido, le tomas la mano y te abres paso entre la gente hasta la salida, unos pasos antes de la puerta él se detiene “yo no puedo salir” safa su mano de la tuya y retrocede, giras, le extiendes la mano “vamos a mi casa” él sonríe, se da la vuelta, camina como si nadie le estorbara y desaparece entre la gente. Ella se fue igual ¿lo recuerdas? también estabas decidido, llevabas la cajita en la bolsa del pantalón, la recogiste en su casa a las nueve con quince minutos de la noche, llevaba un vestido amarillo y un collar que le habías regalado con un colibrí, su rostro contento enmarcaba la sonrisa más bella que habías visto, sus ojos vivaces, su ingenuidad, podías pasar horas enteras mirándola, el tiempo se elongaba mientras deslizaba despacio la lengua sobre sus labios rosados, los presionaba el uno contra el otro para terminar aquel jugueteo con una pequeña mordida en el labio inferior, enredaba sus dedos en algún mechón despeinado y sonreía. Era perfecta. Lo habías pensado bien, hacía tres años con dos meses y seis días que habían comenzado a salir, tenías ahorrados exactamente trescientos mil pesos, la casa de tus padres era ahora tuya y poco a poco habías podido deshacerte de toda la basura de tu madre, de sus vajillas horribles, de sus cuadros, cortinas y adornos, los odiabas. Acababas de comprar un auto y tu empleo era más que estable, eras un gran partido, lo sabías, te lo habían dicho. Su familia te recibía de buena gana, alguna vez entre bromas su madre formuló la tan temida pregunta “¿para cuándo la boda?” todos rieron incómodos, pero para ti fue una señal, desde ese día comenzaste a encaminar cada decisión para concretarlo. Así llegaste hasta ese jueves, fueron a tu casa, vestías un traje gris Oxford con una camisa blanca, una corbata gris que ella te regaló, tu aspecto pulcro es algo que siempre te ha enorgullecido, igual que a tu madre, nunca permitió que tu ropa tuviera una mancha, cuando eras niño si jugando te ensuciabas, al momento corría por ti y te llevaba a cambiar o a bañar, dependiendo de qué tan sucio considerara que estabas. ¡La loca de tu madre! Caminaron a la sala y ella se sentó, era la primera vez que visitaba tu casa, no te parecía apropiado estar con ella a solas, pero ésta vez era diferente, si dentro de poco se convertiría en tu esposa ¿qué importaba estar un momento ahí? le diste un beso suave en los labios, “quiero ir al baño”, susurró, tomó su bolso y se dirigió hacia donde le indicaste, tras escuchar el ruido de la puerta, tomaste la cajita de tu bolsa, treinta y cinco mil pesos gastaste en ese anillo, lo metiste a la bolsa de tu saco y te sentaste a esperar. Se abrió la puerta, una especie de rabia y de asco te recorrió las manos, ahí estaba ella, caminando hacia ti enfundada en un babydoll negro, liguero y zapatillas, su rostro, aquel que amabas, mostraba unos labios en el rojo más vulgar que habías visto, la ira te salió en un grito ¡cúbrete! ¿no te da pena exhibirte así? le diste la espalda y ella confundida regresó al baño. A los pocos minutos salió y te pidió que la llevaras a su casa, le dijiste que tenías algo importante que pedirle, te paraste frente a ella, tomaste su mano, abriste la caja y el diamante brilló. Aún escuchas el sonido de los tacones alejándose, no dijo nada, sin mayor aspaviento salió de tu casa y de tu vida.
Sientes frío, no sabes cuánto tiempo llevas parado ahí, tu mente que va y viene sin orden te confunde, miras el banco que te sostiene, la cuerda anudada en tu cuello te lastima, estás decidido, miras el reloj, son las cuatro con veinticinco minutos de la madrugada, tu madre estaría enojada si supiera que estás despierto, ¡mi madre está muerta, cállate! gritas enloquecido, te llevas las manos temblorosas al rostro, das un paso adelante y por fin, todo acaba.
Nancy Cruz Fuentes
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Genial, exquisito tu stylo.
ResponderEliminarSigue con más, ya ansió seguir leyendote
¡Muchas Gracias por leerme!
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